27 de septiembre de 2010

Semana en líneas #17

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-Se te da muy bien utilizar la caja de dibujos, ¿sabes?
-Sí.
-Entonces, quizá te guste conservar esto.
Dosflores le tendió un cuadro.
-¿Qué es? -quiso saver Rincewind.
-¡Oh, nada! El dibujo que sacaste en el templo.
Rincewind lo miró horrorizado. Allí se veía algo bordeado por unos atisbos de tentáculo. Algo enorme, calloso, verticilado, con manchas de pócimas y mal enfocado: un pulgar.
-Es la historia de mi vida -dijo con cansancio.
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Era evidente que el intruso no tenía muchas ganas de abandonar su refugio entre los árboles. Estaba armado, pero el jinete dragón observó con cierto interés la extraña manera en que sostenía la espada frente a él, estirando el brazo para tenerla lo más lejos posible, como si le avergonzara que le vieran en semejante compañía.
K!sdra blandió su espada y compusa una amplia sonrisa cuando el mago se precipitó hacia él. Luego saltó.
Más tarde, sólo recordaría dos cosas de la pelea. Rememoraría la manera imposible en que la espada del mago describió una curva hacia arriba, golpeando a su propia arma con tal fuerza que se la arrancó de la mano. La segunda cosa -y estaba seguro de que fue eso lo que le llevó a la derrota- fue que el mago se tapaba los ojos con una mano.
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La figura sombría suspiró y se echó hacia atrás la capucha. En lugar de la sonriente cabeza de la Muerte que Rincewind esperaba ver, se encontró mirando el rostro pálido y ligeramente traslúcido de una especie de demonio.
-Ya lo he estropeado todo ¿no? -dijo débilmente.
-¡No eres la muerte! ¿Quién eres? -gritó Rincewind.
-Escrófula.
-¿“Escrófula”?
-La muerte no podía venir -insistió tozudo el demonio-. Hay una gran epidemia de peste en Pseudópolis. Tenía que ir a patrullar por las calles, así que me envió a mí.
-¡Nadie se muere de escrófula! Tengo mis derechos, ¡soy un mago!
-¡De acuerdo, de acuerdo!¡Pero ésta iba a ser mi gran oportunidad! -exclamó Escrófula-. Oye, piénsalo de esta manera: si te golpeo con esta guadaña, estarás igual de muerto que si lo hubiera hecho la Muerte en persona. ¿Quién va a enterarse?
-Yo
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Galder Ceravieja, Gran Conjurador Supremo de la Orden de la Estrella de Plata, Señor Imperial del Sacro Cayado, Superiorísimo de Octavo Nivel y 304° Canciller de la Universidad Invisible, no era lo que se dice un espectáculo impresionante ni siquiera con su camisón rojo lleno de runas místicas bordadas a mano, ni con su largo gorro rematado por una borla, ni aun con la palmatoria de Mickey Mouse en la mano. Lo peor eran las zapatillas con pompón. 
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Gracias a un bien calculado intercambio de velocidades, Galder se elevó con el camisón aleteando alrededor de sus piernecillas desnudas. Ascendió cada vez más, cortando la luz clara como un, como un..., de acuerdo, como un mago viejo pero poderoso propulsado hacia arriba por una buena alteración en el equilibrio de fuerzas del universo. 
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Hubo una breve visión borrosa antes de que la pared opuesta volara por los aires y la aparición se desvaneciese.
Se oyó un largo silencio. Luego, otro un poco más corto. Al final, el viejo shamán preguntó cautelosamente:
-No habrás visto a dos hombres montados cabeza abajo en una escoba, chillando y gritándose el uno al otro, ¿verdad?
El chico le miró llanamente.
-Por supuesto que no -dijo.
El viejo dejó escapar un suspiro de alivio.
-Menos mal -asintió-. Yo tampoco.
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 El Equipaje flexionó las patitas en el centro del círculo, y abrió la tapa.
Trymon se detuvo. Se dio la vuelta con mucho, mucho cuidado, temeroso de lo que podía ver.
El Equipaje parecía contener algo de ropa limpia que olía ligeramente a lavanda. Por algún motivo, era una de las cosas más aterradoras que el mago había visto en su vida.
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Una lágrima le asomó a la comisura de un ojo cuando recordó el sutil juego de luces en el Templo de los Dioses Menores, un famoso local de la ciudad, y se le hizo un nudo en la garganta al pensar en el encantador tenderete de pescado en la conjunción de la Calle Estercolero y la Calle de los Artesanos Hábiles. Pensó en los pepinillos que se vendían allí, grandes objetos verdes en el fondo de sus recipientes, como ballenas ahogadas. Llamaban a Rincewind desde muchos kilómetros de distancia, prometiendo presentarle a los huevos en salmuera del recipiente de al lado. Pensó en los confortables establos y en las cálidas tabernas donde solía pasar sus noches. A veces, como un idiota, había lamentado aquel tipo de vida. Por increíble que pareciera, en ocasiones la había encontrado aburrida.
Y ya tenía bastante. Volvía a casa. “Ya voy, pepinillos en vinagre...”
PD: Aquí les he puesto las frases o párrafos que me mataron cuando los leí, aunque claro que cuando lo lees en ese momento en el libro tienen mucha más gracia, en fin...ya me olvidé que más iba a poder...a por cierto desapareceré durante dos semanas por mis exámenes bimestrales, ya los veré luego el viernes 8 de octubre o por ahí. Bye.

1 comentario:

  1. ¡Que ganas de leer algo de Pratchett!
    Por cierto, tienes premio en mi blog.
    Cuidate.
    Ciao.

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